Siempre me he fijado en que hay cosas que vuelven por sí solas, sin esperarlas, como la paloma mensajera que conoce al dedillo la ruta para regresar al hogar, o el agua ya posada en las calles, que se vuelve una tierna neblina para hacerse lluvia de nuevo al cabo de unas horas, como si no quisiera dejar de caer.
Hoy estaba enfadado, cabreado conmigo mismo, me he pasado la mañana entera durmiendo y hacía tiempo que ni se me ocurría, así que me he levantado insultándome al espejo, mi reflejo y yo éramos dos púgiles en la toma de pesos antes del combate. Para flagelarme aún más, he decido ponerme los bártulos de deporte y salir a correr por la Torre del Oro.
Después de hacer el intento durante unos pocos kilómetros, mis piernas me han advertido que tenían bastante y le han informado al sudoroso cerebro que era hora de ir a ducharse. He decidido volver a mi casa andando junto a la orilla de río. Hacía una buena temperatura y al cruzar el puente muchos enamorados buscaban el calor del sol, a modo de resaca pastelera del día de San Valentín.
La brisa marinera de interior rozaba el rostro y abría los poros. Un par de abuelos con visera sentados en sillas plegables de madera, observaban atentos el jugar de sus nietos y una mesa con porte endeble, debido a su posición sobre la calle empedrada, separaba la descansada silueta de sus viejos cuerpos. Junto a la sombra de un naranjo he tomado sitio para estirar mis oxidadas articulaciones. Uno de los niños portaba un pequeño y conseguido tambor amarrado en la graciosa barriga, mientras dejaba que su compañero de fechorías posara, con mucha fe pero sin absoluto compás, la baqueta sobre el pellejo. Sus caras rosadas demostraban el divertido esfuerzo de una tarde ajetreada de niñez.
-Pepito, ¿dónde vas con la caja chiquillo? ¿vas a salir en semana santa con ella?- Le ha preguntado uno de los sombrereados al chicuco.
-¡Qué va! Yo soy carnavalero como mi abuelo...- Replicaba el niño, sin dejar de mirar el instrumento, mordiéndose los labios con cara de suma concentración, con una seriedad que hacía bastante gracia.
El orgulloso abuelo que no dejaba de mirarlo, ha sentado los nudillos en la mesa y se ha puesto a recitar aquello tan lorquiano de: "La luna vino a la fragua, con su polisón de nardos..." Y el soniquete me ha recordado algo que no escuchaba desde mi más tierna niñez. Así me ha venido la felicidad hoy, cuando menos la esperaba y me ha devuelto para Triana más contento que unas pascuas, mañana será otro Domingo más, con sus pequeñas sorpresas para seguir saboreando el constante pasar la vida.
La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos
el niño la mira mira
el niño la mira mira
el niño la está mirando.
Niño mira qué te traigo
un martillito de plata
luna no quiero martillo,
luna no quiero martillo
dale un duende a mi garganta.
Y la luna se lo dio, bendita sea
y el chiquillo se durmió, ea la ea.
Duende,
pa tu garganta los duendes,
duendes
"pal" corazón del gitano
yunque, clavos y alcayatas.
"pal" corazón del gitano
yunque, clavos y alcayatas.
Muerte,
¿qué vienes buscando muerte?
Deja tranquilo al hermano,
déjalo no seas ingrata.
Hoy la fragua huele a muerte
y a tu tumba otra vez vengo
ya sé que no puedo verte
vengo a partirme la camisita que tengo.