miércoles, 30 de noviembre de 2011

Taxímetro


Los días cada vez son más grises, a la par que las sensaciones se vuelven más profundas. Mientras baja por el zurcido sendero que lo lleva hasta la playa, intenta recordar desde cuándo acostumbra pasear allí por las mañanas. No es capaz, es una de esas cosas que aunque sabes que no han estado ahí siempre, parece que nunca han dejado de pertenecerte. En el instante en que vislumbra el inicio de la arena, anuda las deportivas entre sí y las porta con dejadez hasta la orilla. Conoce el sitio y aún tendrá que esquivar amenazantes guijarrillos que la suelen tomar con la planta de sus pies, pero no puede traicionar a su instinto salvaje con unas chanclas de goma industriales, sería hasta triste defenderse de un poco de dolor natural armado con comodidades evolutivas.

Hoy hace frío, los meses de calor se consumieron hace mucho y una tierna neblina acuna el horizonte diluyéndose en la orilla, provocando una ceguera orientativa. Esa porción de costa es larga, casi eterna, y la evocación de sentirse en un desierto solitario, casi universo paralelo, es más que latente. Sus poros ya protestan el apresurado cambio de humedad, su olfato saborea el salobre y sus pies transpiran granos de arena como si de sudor se tratara. Siempre se sienta a pocos metros del agua, justo en la frontera donde el marrón pálido se pierde para tornar en oscuro. Antes aprovechaba para encender un cigarrillo en esa posición, con el tiempo pasó a liarlos en un ritual más pausado y ahora, pese a haber logrado destronar ese vicio, sigue manteniendo la pauta de adoptar la misma postura reflexiva, asomado al balcón abismal entre lo cotidiano y lo obsoleto.

"Somos animales de costumbres", piensa mientras observa las imperfecciones de sus manos, "tengo que cortarme las uñas". Entonces adapta los dedos a la comisura de sus labios, como si de un autómata se tratara, y silba con fuerza esperando la reacción de su compañero. Él llegó bastante antes a la playa, las cuatro patas peludas le permiten satisfacer su impaciencia. Correteaba tranquilo por los alrededores, sabedor del aburrido ritual de su dueño, y ahora, tras escuchar la frecuencia del silbido, vuelve con la lengua colgando, con esa cara de felicidad tan característica de la libertad, del desconocimiento de temas banales y problemas existenciales. Lo que nos diferencia de los animales es que ellos no se flagelan en ambigüedades ni paradojas.

Nunca le suele hablar, aprendió que el lenguaje más efectivo son los gestos y las miradas. Intentó probarlo con las personas, en su retraída forma de ver las cosas, pero nunca funcionó. Por eso ama a ese ser, como nunca lo haría con nadie, por el nivel de complicidad que han conseguido ambos. Sabe que ya está mayor, que un día se marchará para siempre, pero no deja de verlo como una anécdota transcendental en su camino. Mientras el perro intenta llamar su atención se hace el interesante, y hasta que no le ladra con las piernas delanteras estiradas nunca mueve ni un músculo. "Esa es la señal, es hora de andar", se dice levantando todo su cuerpo con ayuda de sus brazos, sus manos se llenan de polvo y su mente de emociones.

Deja las llaves de casa dentro de las zapatillas, olvidadas hasta que regrese, "no pasa nadie por aquí a estas horas y en esta época, y si lo hiciese ni se fijaría en las viejas deportivas, aunque hay gente para todo". Le gusta el efecto que le produce el agua en los pies, por eso siempre anda por la orilla y después de una considerable distancia se para y mira hacia atrás, comprobando sus progresos. Entonces recuerda aquellas jornadas de verano, cuando bajaba junto con su familia y sus vecinos, en vacaciones para tostar sus pieles. Cuando era más pequeño solía participar en los juegos de los demás niños, pero con el tiempo se volvió más introvertido, casi tanto como orgulloso, cosas de la pubertad.

Tiene memorizado a aquel señor como si lo tuviera delante, forjó una amistad estival con su padre que se repetía año tras año, llegaron a telefonearse para coincidir en sus fechas. Era grueso, alto y lucía un bigote estalinista de iguales dimensiones, y al verlo en bañador con el torso peludo encumbrando la barriga enrojecida, le evocaba a una morsa en su infantil imaginación. De maneras campechanas, era ese tipo de persona por la que un niño chico se escondería tras las piernas de su madre, mitad atemorizado y mitad avergonzado. Fue el primero que le habló como se le habla a un adulto, a un hombre. De aquel verano de sus 14 primaveras rememora ya pocas cosas, pero aquella conversación jamás se le olvidará.

-¿Qué haces ahí parado? ¿No juegas con los demás?- Le dijo con los brazos en jarra y el mostacho empapado por un reciente baño.
-Prefiero mirar.- Respondió con cierta dejadez poco amistosa.
-Voy a dar un paseo, si te apetece puedes venir. Tu padre dice que está cansado.- Insistió con una sonrisa que enseñaba un piano por dientes.
-Bueno...
-Venga pues vamos, no me gusta andar solo. Llegamos hasta la piedra y volvemos.- Casi le disloca un brazo al agarrarlo para que se levantara. Mientras se alejaban no podía dejar de mirar al suelo aguantando el absurdo monólogo. Poco le importaban las anécdotas de la mili, si el Deportivo debía haber ganado la liga o el nuevo Tour de Induráin...

-¡Chaval que estás en Babia! Te he preguntado qué tienes pensado hacer en el futuro.- Le dijo, arrugando el ceño por el sol de lado que ya apretaba.
-Ah... pues... ganar dinero supongo.
-¡Sajodío! Como si eso fuera fácil... Oye si descubres la manera me lo dices, así saco a mi Chari de la escuela que los niños la llevan loca, y yo me compro un Mercedes por taxi.- Bromeaba mientras abría el mondadientes que había cogido en el desayuno.
-Estudiaré, creo que Derecho... Seré juez, ganaré mucho dinero, tendré una casa grande y un coche caro. Yo no me voy a arrastrar, me da igual la gente, todo el mundo es cruel así que es mejor pasar del tema, no sé si me entiende, ir cada uno a lo suyo, así son las cosas.- Soltó sin casi darse cuenta, como si de rabia contenida se tratara y, conforme iba avanzando en su retahíla, era como si otra persona fuese la que hablaba. Cambió el semblante de su contertulio y bajaron la marcha.

-Date la vuelta, mira el suelo.
-¿Qué?- Preguntó confundido.
-¿Qué ves?
-Mis huellas, supongo.
-¿Sólo?
-¿Qué quiere que vea?
-Fíjate con cuidado, es tu rastro. Algunas, las más distantes, quedan ahí y otras se las lleva el mar... Primero las emborrona, luego las diluye y al final las consume, nunca han existido. Eso es la vida.
-No entiendo.
-Pues que siempre tengas esto en cuenta. Por mucho que quieras hacer algo, por mucho que intentes marcar huella, la vida seguirá ocurriendo aunque te empeñes en lo contrario.
-¿Entonces no es bueno tener aspiraciones? Lo siento pero me parece absurdo.
-Claro que sí, soñar no tiene nada de malo. Pero para eso hay que pisar sabiendo.- Respondió esperando una pregunta.
-¿Sabiendo el qué?
-Que quizás algún día cambien nuestros planes, bien porque decidimos pisar en otro sitio o porque es nuestra vida la que los borra. No podemos hacer nada y, por mucho que aspiremos o por mucho que queramos, nunca hay que olvidar que las cosas más sencillas son las que suelen aguantar las oleadas.
-Ahora sí que no me entero...
-La familia, los amigos, el amor, los miedos, el fracaso... Cuanto menos creemos que pesa algo, siempre es lo que más cuenta. Pero esa es otra historia chaval, con el tiempo lo entenderás. Volvamos que tengo ganas de un trozo de tortilla y unas aceitunas, ¿hay algo más sencillo que eso?- Y esa cuestión quedó en el aire para siempre, le guiñó el ojo, se colocó el palillo y volvieron sin más.

Desde entonces, sólo le quedó en claro que los taxistas son los filósofos del futuro. No sabe si de verdad comprendió a ese hombre o si aún hoy, con el peso de los años, ha llegado siquiera a saborear el verdadero cuerpo de esas palabras. Nunca llegó a ser juez aunque sí ha cumplido alguno de sus sueños, pero con seguridad fue la arrogancia de la adolescencia, la que lo llevó a no vislumbrar ni un ápice de lo dicho, y quizás lo ayudaron sus costumbres a alcanzar la madurez. Deben de ser esos pequeños detalles los que nadie valora por haberlos convertido en monótonos, los que escapan a la percepción de cualquiera. Como los sonidos que sí es capaz de escuchar su perro, un sumiso animal, y en cambio él, poderoso hombre, ni los advierte en su ignorancia. "¿Cuál será la primera vez que vine aquí solo, una mañana?"



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